El contexto pandémico provoca reflexiones que ya marcan el presente y que marcarán el futuro. ¿Cambiará algo durante esta crisis y después de ella? Pienso que sí, incluso en mis días más apocalípticos y desesperanzados me gusta pensar que sí. Quienes escribimos o enseñamos sobre alimentación desde aristas alternativas desde hace años sabemos que no es nuevo acercarse a la soberanía alimentaria, los insumos locales, la perspectiva de género o las economías solidarias: esa ha sido búsqueda y labor constante.
No es el coronavirus lo que motivó estos acercamientos divergentes: es el cuestionamiento a un sistema económico y cultural completo lo que nos ha empujado a charlar sobre cómo replantearnos los modelos de consumo, difusión, valoración, trabajo y hasta de pensamiento en lo individual y lo colectivo, urbano y rural, alrededor de la comida.
“Tal vez lo más progresista pueda ser lo más sencillo, cual dos tobillos sobre pedal”, dice El David Aguilar en su “Cumbia de la bici”. La sencillez y lo cotidiano tienen profundidad y hablar de eso logrará cambios de fondo, si seguimos trabajando en conjunto.
Escuché hace semanas el panel “El derecho a la alimentación y soberanía alimentaria de los pueblos indígenas" que organizó el Centro Profesional Indígena de Asesoría, Defensa y Traducción, A.C. (CEPIADET), moderado por la escritora, lingüista y activista Yásnaya E. Aguilar. Basilia Riaño del proyecto comunitario Ve’e ñuu en Tlaxiaco, Oaxaca, dijo que la comida de las comunidades no les sabe rica con tortilla de tortillería: “para comer sabroso tenemos que hacerlas en comal, en barro, y también cocer los alimentos en leña”. En las comunidades se consume lo que se da en el campo y no es caro, añadió. La pregunta es qué valores queremos tener en los espacios donde estamos, caseros o públicos.
Hay orgullo en sus palabras, hay lógica y aprendizaje: consideran como “rico” lo que les entraña en su cultura alimentaria, aprecian sus cultivos y saberes. Su comedor, que es económico y accesible, no solo es restaurante sino que difunde las maneras de cocinar platillos como amarillito de hongos, tamales, cacayas (flores de maguey) y más: compartir para amar lo propio. Cada quien, desde su trinchera, puede pasar la voz para salir de los conceptos a la acción: elegir qué servir y qué mensaje dar con esto es un acto de libertad muy significante.
Abelardo Ávila, investigador en ciencias médicas del Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición Salvador Zubirán, hizo comentarios enfáticos y certeros: la perdida de la soberanía alimentaria está relacionada con el deterioro de los sistemas agro productivos, el TLC, el despojo a los pueblos originarios, la corrupción de gobiernos y su relación con empresas de alimentos industrializados altos en grasas y azúcares añadidas, el estilo de vida en las megalópolis y sí, hay que decirlo, con el racismo sistémico hacia las dietas campesinas en las cuales calabaza, nopales, quelites, maíces, frijoles, habas y más están presentes, además de la búsqueda de homologación por parte de los agroindustriales.
Sigue existiendo una visión urbana de la alimentación y lo que nos toca es reflexionar, cada uno desde el contexto en el que estemos. ¿Qué cadenas de comercio local puedo apoyar desde mi ciudad?, ¿qué valoro al comer?, ¿qué es lo que tiene prestigio y porqué?, y ¿de qué manera mi alimentación puede ser un catalizador de cambios en mi entorno? Estas preguntas deben virar hacia ejercicios críticos que son cada vez más vitales y urgentes. Las posiciones neutrales no lograrán nada: esta pandemia ha dado varias cachetadas y cubetadas de agua fría. La desigualdad es como la Hidra de Lerna, tiene muchas cabezas, y una de ellas es que lo que comemos es parte de un todo que requiere involucrarnos y pensar. Claro, la comida se goza y eso es necesario, pero que lo “hedónico” no nos haga insensibles a las problemáticas evidentes.
María Aquino León, regidora de educación en Villa Hidalgo Yalalag, una comunidad zapoteca en la Sierra Norte oaxaqueña, cuya alimentación antes estaba asentada por completo en el maíz, es un ejemplo actual. Ellos vivieron desde hace 30 años la entrada de neoliberalismo, lo cual los ha hecho dependientes a productos como pan empacado, botanas, galletas, sopas instantáneas y refrescos. Esto ha traído consigo enfermedades como diabetes y obesidad, por ende una de las acciones que decidieron llevar a cabo para protegerse ante la pandemia— su vulnerabilidad social y sanitaria es alta—es restringir la entrada de los camiones repartidores de productos procesados. Además, generan materiales de divulgación en diferentes lenguas originarias que confluyen en su territorio, es decir zapoteco, mixe y chinanteco, a fin de buscar concientización sobre la alimentación saludable.
Este hecho me hizo recordar el trabajo de la siembra comunal en San Francisco Cajonos, vecinos del pueblo antes mencionado. Fernando Hernández, realizador de video y luchador social, quien es oriundo de este lugar, mostró su documental Guz Gu’n che law, que quiere decir “producción comunal de maíz” en zapoteco, durante el Carnaval de este lugar en 2019. La auto sostenibilidad, la independencia, la gestión comunitaria y el mantener vivas las enseñanzas de los ancestros es algo hondo y verdadero. Gente de todas las edades esforzándose por lograr algo juntos: tener maíz para tamales, tortillas, atoles y más que les darán el sustento. Eso fue posible gracias al tequio, una labor de ida y vuelta. El tequio es este trabajo que se da por el otro: es un acto de reciprocidad y un valor intrínseco. Puede llamarse de otras maneras según la región, pero el mensaje es uno: buscar lo común, aunque suene difícil e idílico.
Lo común. Una de las conferencias que más me ha marcado en estos meses fue la del escritor Juan Villoro en el Hay Festival. En ella mencionó un verso de “Piedra de Sol” de Octavio Paz: “Los otros todos que nosotros somos”. Él aseguró —y concuerdo— en que solo se puede ser inmune al caos y la crisis en comunidad. Esto me hizo recordar las diferentes visitas de campo con familias de agricultores tanto de maíz, como de cacao, maguey, café y otros cultivos; los mercados, tanto en esta ciudad de hierro (CDMX) como en otros lares, que buscan seguir al pie del cañón: sobreviviendo, alimentando y resistiendo.
Pienso en cocinas comunitarias, fondas, puestos y marchantes callejeros y bicis que venden comida de manera itinerante— que están sufriendo acoso y violencia policial en la Ciudad de México—. Pienso también en Pedro y Antonio Méndez del Barrio de la Asunción en Xochimilco quienes crearon hace algunos años la escuela chinampera y el mercado alternativo llamado Tianquiskilitl, que nació de la idea de que lo natural no tiene que ser elitista. La alimentación es un derecho universal, dijo Pedro durante alguna charla que tuvimos. Desde hace años sabe que sus retos son distintos y sigue defendiendo su trabajo y territorio. Pienso en tantas iniciativas—que pueden leer en esta página y otras relacionadas con la alimentación desde estos enfoques—: estar unidos es resignificarnos ante estigmas y desinformación, es buscar caminos ante este panorama.
Al hablar de reactivación económica pensemos en qué modelos son los que ahora queremos ejercer con más ética y equidad. La comida no deber ser vista como un commodity ya que puede ser cohesión social, memoria, conservación y nutrición. Cierro de nuevo con un fragmento de la canción “A pesar de usted” de Chico Buarque. “A pesar de usted mañana ha de ser otro día, tendrá entonces que ver al día renacer derramando poesía”: porque a pesar de lo complejo de esta época debemos seguir construyendo el hoy y el mañana alimentario, pensándolo, aprendiendo de los errores, comiéndolo, disfrutándolo y, sobre todo, haciendo equipo para lograrlo. Una analogía a esto sería como cuando hacemos tamales o estamos en una taquiza: es mejor si lo hacemos entre más, así es más sabroso.
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